El Último Aullido
El Evaristo Romero era un guatón colosal. Gigante y miserable como él solo, odioso, hediondo a vino y sobaco y siempre borracho. Un gorila de gamba y media y metro ochenta, moreno, con más pelo que el recomendable y que siempre vestía la misma camiseta de franela verde manchada de grasa, el bluyín azul que cuando se agachaba dejaba escapar ese horrible pedazo de trasero que al verlo de casualidad te hacía arrepentirte de tus pecados, y las zapatillas de lona, rotas y desteñidas. Pero había una cosa del guatón que lo separaba del resto de los mortales y lo elevaba por momentos hasta quizá el cielo: el guatón sabía tocar el blues. Y por las cosas del destino, a mí me tocó, si se puede decir la bendición, de verlo tocar por última vez. Y ver cómo pasaba por vez final sus gordos dedos por las cuerdas de su Gibson Les Paul coreana, su única y preciada posesión, aparte del carretón con el que vendía paltas por las tardes en el estacionamiento que cuidaba... Yo estuve ahí para escuchar su último grito blusero. El último aullido del guatón Romero.
Tocaba con su banda en el peor bar de San Antonio, poniéndole la música de fondo a los diez borrachines que solían frecuentar esa pocilga de cerveza barata, piscola y vino de cuarta. Se les conocía como "Los Tuertos", porque al batero le faltaba el ojo izquierdo, que según la leyenda se lo había reventado el mismo guatón en una mocha cuando eran cabros. Pero si era cierto ya estaba olvidado... Y tocando eran unos dioses, a los que ni siquiera les pagaban, sino que los dejaban tomar gratis y del malo hasta que se cerraba el boliche.
Esa noche, el guatón llegó temprano. Cuando se subió a la tarima, frente a la batería, ya se había bajado cuatro cervezas y unas cuantas cañas de tinto. Miró a su público y su sonrisa dejó apreciar los tres dientes que le faltaban, que según me dijo una vez que le invité un trago, se los había volado un cabo con el que se botó a choro cuando hizo su servicio militar, por allá por el año ochenta y dos. Enchufó la Gibson y se puso a improvisar solo, con los ojos cerrados, subiendo y bajando la mano por el mástil de madera blanca, como si le hiciera el amor a una sirena del puerto, que lo envolvía con sus brazos de humo de cigarro y lo rozaba con el vibrar de cada cuerda. "Little Wing", fue su primer homenaje de la noche al finado Hendrix. Lenta, cariñosa y dulce, la batería se mete de pronto y las cuatro cuerdas del bajo se emborracharon también entre los siete acordes magníficos. En ese éxtasis el gordo se iba, y de su mente se esfumaban las tardes de sol entre los autos y las verduras, las mañanas de resaca, que más de muchas veces lo sorprendían botado en un banco de la Costanera, en la que de repente lo veían sus dos hijos, ya cabros, de madres distintas y que no lo saludaban. Debe haber sido duro estar en los zapatos del guatón. Y toda la pena y la rabia de ser como era se las tragaba con vino, y las sacaba a patadas por el amplificador de su guitarra. Cantando era como un lobo. Y verlo allá arriba, en el Olimpo, con su pelo grasoso y mal cortado, sus bigotes indecentes y sus sobacos mojados mientras hacía llorar a su Gibson era estremecedor. Muchos viejos se ponían a conversar sus penas y a veces había hasta llanto. Y más trago. Y más vino para el guatón. Esa noche aulló todo el blues que pudo sacar de su enorme pecho. Las manos le tiritaban, y las gotas de su frente mojaban la tapa de la Gibson como una lluvia. Esa noche el guatón tocó hasta que las venas de la mano izquierda se le hincharon. Esa noche el guatón tomó pisco puro, hasta que ya no se pudo parar. Y siguió. Esa mañana lo encontraron muerto en la entrada de la miserable pieza que arrendaba. La Gibson estaba botada junto a él, con el mástil blanco quebrado por la mitad, como si hubiese tratado de darle al gordo el último apoyo. Entre cuatro lo subieron a la ambulancia que lo llevó a la morgue, y de ahí a enterrarlo a una fosa común, donde nadie lo lloró. El guatón tenía cirrosis terminal, y ese día, el de su último aullido, le habían dicho en la posta que le quedaba bien poco. Bien lo dijeron alguna vez los grandes: "Es mejor quemarse de una vez, que irse de a poco desvaneciendo... Hey, hey... My, my".
Leo Hernández.-